El sol aún no se asomaba cuando el silencio de la calle Popocatépetl fue interrumpido por la certeza de una tragedia. Eran las 6:12 de la mañana cuando vecinos del fraccionamiento Lomas de San Antonio marcaron al número de emergencias. Una figura humana yacía inmóvil sobre el asfalto, apenas cubierta por una colcha de colores: blanco, amarillo y azul. Un retazo de tela que, quizá, alguna vez abrigó a alguien. Hoy, apenas ocultaba el final de una vida.
El hombre vestía una sudadera azul. En su cuerpo, los rastros de la violencia reciente: heridas en la cabeza y la espalda. Ningún documento. Ningún nombre. Solo un cuerpo roto dejado al borde de una esquina cualquiera.
Policías municipales llegaron primero. Luego, los agentes de la Fiscalía General del Estado asumieron el protocolo: cinta amarilla, fotografías, búsqueda de indicios. No se encontraron casquillos, pero tampoco respuestas. Solo preguntas flotando entre el frío de la mañana y la mirada impotente de los curiosos.
Este no fue un hecho aislado. Mientras el reloj avanzaba, otros dos cuerpos eran hallados en puntos distintos de Tijuana. Uno en la colonia El Rubí, atado con cables; otro sobre la carretera Tijuana-Tecate, con una mano esposada. La ciudad, como tantas veces, amaneció con muerte en la agenda.
Y sin embargo, entre los titulares y los partes policiacos, queda lo esencial: alguien fue hijo, hermano, amigo. Alguien desapareció de este mundo envuelto en una cobija de colores, sin justicia, sin nombre. Solo así, a plena calle, como si su historia no importara.
Pero importa. Siempre importa.