La última caminata de un desconocido en La Postal

La noche cayó sobre la colonia Postal con el ritmo habitual de una ciudad que parece haberlo visto todo. Pero esta vez, la calma fue interrumpida por el eco seco de las detonaciones, en la esquina de Tacubaya e Ingeniero Lobato.

Un hombre yacía boca abajo sobre el asfalto. Tenía una gorra azul que aún cubría su cabeza, una mochila naranja a su lado y la camiseta blanca manchada por algo más que sudor. Nadie gritó. Nadie corrió. Solo el silencio incómodo de los vecinos que salieron tras oír los disparos, y se encontraron con la escena.

No llevaba uniforme. No era un trabajador con identificación ni alguien claramente reconocido. Era uno más. Pantalón café, tenis grises, una historia que probablemente solo él conocía. Una historia que se detuvo ahí, sin aplausos ni testigos que quisieran dar la cara.

Dos figuras jóvenes, delgadas, huyeron según algunos testigos. Una camioneta gris se alejó con ellos, devorando la avenida Defensores de Baja California. No se detuvo. Nadie la detuvo.

Los peritos llegaron después. Tomaron fotos. Midieron. Recogieron un casquillo. Otro dato. Otro expediente. Otro nombre que quizás nunca llegue a conocerse en los medios.

Y mientras tanto, la ciudad siguió. La vida continuó. Pero esa esquina, esa calle cualquiera, se convirtió —una vez más— en el último escenario de un drama que ya no sorprende, pero que debería doler.

No era famoso. No tenía cargos públicos ni seguidores. Pero fue un ser humano que tuvo miedo, sueños, errores, tal vez familia. Lo mataron como si su vida no pesara, como si no fuera a hacer falta. Como si en Tijuana, morir así fuera solo parte del paisaje.

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