TIJUANA.– La tarde del sábado, la calle El Triunfo quedó enmudecida. No fue un silencio cualquiera: fue el que deja un estruendo repentino, seco, definitivo. En el patio de un predio que alguna vez albergó sueños de hojalatería y más tarde se convirtió en punto de fiesta, un hombre de 55 años cayó al suelo y no volvió a levantarse.
Los vecinos no saben su nombre completo, pero lo reconocían. Decían que era tranquilo, de los que no molestan. Que a veces pasaba saludando, otras veces simplemente observaba la calle desde la entrada del lugar. “Siempre estaba ahí”, dijo una mujer de cabello recogido, con voz entrecortada, mientras las patrullas llegaban.
Ese sábado, una camioneta se detuvo frente al lugar. De ella descendieron personas armadas. No hubo advertencia. Solo el rugido metálico de las armas y, luego, el cuerpo inmóvil.
Los primeros en llegar fueron los paramédicos. Buscaron un pulso que ya no existía. Enseguida arribaron policías municipales, después elementos del Ejército, luego peritos. Cada uno con una tarea precisa, fría. Acordonar. Levantar evidencias. Fotografiar. Contar casquillos. Hacer preguntas que nadie quiere responder.
Una lona vieja cuelga aún sobre el portón oxidado del predio: “Salón de Eventos El Triunfo”. Ironía o presagio. Hoy, ese sitio será recordado por un evento que nadie celebrará.
Minutos después del ataque, llegaron familiares. No hicieron escándalo. No rompieron el cerco. Solo lloraron en silencio mientras la ciudad, allá afuera, seguía su curso: el tráfico, el calor, el bullicio de una metrópoli donde la vida y la muerte conviven a diario en el mismo espacio.
La Fiscalía tomó el caso. Inició una carpeta. Buscará móviles, pistas, rostros. Pero la historia de este sábado ya quedó escrita. No en los partes oficiales, sino en el recuerdo dolido de los que vieron cómo, en un abrir y cerrar de ojos, un hombre desapareció… y solo quedó el eco de las detonaciones en una calle llamada, con amarga ironía, El Triunfo.
Fotografías: Jesús Aguilar.